Por: Ligia Bolivar para @thecic
Traducción por: Igor Parma
Crédito imagen: Open Canada
Siete años han pasado desde el inicio de la crisis de la movilidad humana en Venezuela. Durante este tiempo, alrededor de siete millones de personas huyeron del país. Es una tragedia que no cesa, aunque haya empezado a “normalizarse”, es decir, a atraer cada vez menos atención.
Por todas las Américas, personas caminando por estradas con zapatos rotos se tornaron parte del paisaje. Las imágenes no tienen más impacto y, por tanto, no generan la misma solidaridad que antes. Quizás esta normalización pueda ser la esperada en un contexto de economías golpeadas por una pandemia y una guerra en Europa que al parecer divide el mundo. Entretanto, el dolor y el sufrimiento siguen tan grandes como cuando el éxodo venezolano empezó en 2016.
Ahora que esta crisis se normalizó, la respuesta también se ha atenuado. El inicio de una admirable respuesta humanitaria en larga escala en la conferencia de Quito en 2018, perdió su ímpeto. El más reciente acuerdo entre gobiernos, la declaración de Los Ángeles, en junio de 2022, se enfoca más bien en el control del flujo que en la protección de los refugiados.
La acogida que los venezolanos experimentaron en el inicio también empezó a enfriarse en muchos países. En el ámbito normativo, importantes avances han sucedido en dirección a la regularización y reconocimiento de derechos, aunque se constaten al tiempo serios obstáculos marcados por xenofobia, populismo y nacionalismo exacerbado. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados –ACNUR– por fin reconoció que los venezolanos no son desplazados, sino personas en necesidad de protección internacional. Todavía los números son grandes y la sobrecarga en países anfitriones es grave.
El fondo para auxilio humanitario de unos tres billones de dólares que el gobierno provisional logró custodiar, todavía no ha sido desembolsado. La operación de este fondo como un todo están envuelta en misterio y la falta de transparencia mina la confianza.
Mientras tanto, en el ámbito humanitario, los venezolanos siguen dejando al país. Los caminantes son vistos en números cada vez más grandes en trochas en Colombia. Más allá, el número de venezolanos atravesando las colinas de la selva del Darién entre Colombia y Panamá, alcanzó un ápice sin precedentes en 2022. Aún más lejos en la ruta, en la frontera sur de los EE. UU., el número de arrestos y otros encuentros con autoridades también se registra en récords.
Los graves peligros del paso por el Darién llevaron a muchos migrantes a recurrir a traficantes que surcan una nueva ruta marítima desde la isla colombiana de San Andrés hasta Bluefields, en Nicaragua, para continuar desde allí el tránsito hacia el norte. Esta ruta ya ha ocasionado decenas de víctimas en tres naufragios. Las medidas más restrictivas adoptadas por Estados Unidos no han impedido a quienes siguen decididos a tomar la ruta hacia el norte.
Todo eso pasa porque no se cambia la situación en Venezuela. Durante un tiempo, la propaganda gubernamental de Maduro clamó que “Venezuela se ha reparado a sí misma”. No hubo jamás una base de veracidad para esta afirmación, aparte de un frenético mercado negro. Cualquier fantasía restante que el gobierno intentó mantener fue disipada por centenas de protestas que irrumpieron en enero de 2023, cuando profesores, funcionarios públicos, enfermeras y jubilados empezaron a ocupar las calles rechazando salarios miserables. Las protestas no solamente cayeron en sacos rotos, sino que fueron objeto de persecución y amenazas contra sus líderes.
El espacio civil ahora se ve amenazado por un proyecto de ley que, si es aprobado, pondría fin a la sociedad civil independiente como la conocemos actualmente. Así como en Nicaragua, tal represión probablemente fomentará niveles aún más grandes de emigración.
Por más que los migrantes tengan problemas en los países anfitriones, saben que los tendrían peor en Venezuela. Por ese motivo se constatan números muy bajos de regreso. Su mentalidad ha pasado del anhelo del regreso a una determinación a intentar su suerte en cualquier lugar menos en su casa. Eso significa nuevos retos, sin abandonar los existentes.
Sin un final a la vista para la crisis de migración, los países del hemisferio son confrontados con una situación de largo plazo que no pueden abordar sin cooperación. No podemos seguir dependientes solamente de medidas de emergencia. El estatus de los venezolanos a través de la región tiene que ser regularizado, con nuevos esfuerzos a una integración que tome en cuenta las necesidades de las comunidades anfitrionas y de los migrantes. Estamos todos sobrecargados, por igual migrantes y países anfitriones.
En este sentido, hay que ver los recursos para personas en movilidad como una inversión para el desarrollo de las comunidades anfitrionas. Los fundos no son caridad, sino medios para responder efectivamente a la transformación demográfica histórica que se desarrolla ante nuestros ojos. Necesitamos movernos más allá de medidas de emergencia, con su subsecuente amnesia mientras pasan los años.
Recordar a los millones de venezolanos que se encuentran en el centro de esta crisis impulsa a aunar esfuerzos para ayudarles a alcanzar una calidad de vida que, a su vez, transforme a los países receptores en auténticos anfitriones.
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